jueves, 9 de octubre de 2003

A veces, la mayoría de las veces, somos fruto de nuestra educación, de nuestras costumbres. Una educación y unas costumbres tan enraizadas que pienso que se encuentran en nuestro código genético, de tanto repetirse.
Una de esas rémoras, secuelas o como queramos llamarla es la costumbre de no faltar jamás a un acto triste o luctuoso. Lo llamamos "cumplir" y todos, de un modo o de otro caemos en ello. Uno perdona que alguien no venga a su boda, pero jamás olvida que no estuvo en el entierro de su madre. Hay que estar en las penas; para las alegrías no hacemos falta.
Eso le pasó a una amiga mía el otro día. Su amiga se enfrentaba a un acontecimiento feliz, ella sabía que estaría rodeada de afecto, de cariño, de amigos y de enhorabuenas. Tenía dificultades para estar y pensó -quizá erróneamente- que su inasistencia pasaría inadvertida. Pero no fue así.Y ahora su amiga está molesta con ella.
Tal vez la amiga de mi amiga piensa que se olvidó, que no le dió importancia. Lo que ella no sabe es que esa mañana se despertó muy temprano y pensó en ella largamente; el hombre que ahora ocupa su mente dormía pesadamente a su lado y la abrazaba, y ella imaginaba lo que en ese momento su amiga estaría haciendo. Sentía sus nervios, su miedo, su inquietud. Estuvo pendiente todo el rato de los tiempos, controlando, intentando controlar, lo que en cada momento su amiga estaría haciendo. Llamó y llamó, hasta que le dieron la buena nueva. Y entonces se alegró por ella, se alegró mucho, muchísimo y deseó estar cerca para abrazarla.
Tal vez la amiga de mi amiga pase por aquí, lea esto, se reconozca en la historia y decida perdonar a mi amiga. Ojalá.

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