jueves, 29 de enero de 2004

Despúes de que él salió de su casa, ella miró a su alrededor. Su presencia estaba en todas partes y eso no era bueno. Había sido una semana fantástica, pero ya había terminado. Ella no podía permitirse el lujo de vivir de su recuerdo, con su recuerdo.
Tomó la decisión. Se arremangó, llenó el cubo con agua, cogió unos trapos y limpió. Limpió el suelo, las paredes, los cristales, las ventanas. Aireó la casa, quitó sábanas, cortinas, toallas. Raspó paredes, echó cal viva sobre ellas, pulió muebles y puertas.
Fue una tarea inmensa, sus ojos estaban rojos por los vapores del amoniaco, sus fosas nasales irritadas con el olor de la lejía y la cal. Pero lo consiguió: en unas horas, no quedaba ni rastro de él. A fuerza de trapos y agua, la semana pasada no existía.
Estaba tan cansada que se sentó en su mecedora. Los ojos se le cerraron y cayó en un ligero sueño, en un suave sopor. No fue un sueño tranquilo ni reparador. Se levantó de pronto, asustada; no sabía cómo, pero él se había mostrado en su sueño tan real que casi pudo tocarlo. Y lo peor era su olor, tan claro, tan rotundo, como si no lo hubiera expulsado de su casa hacía unos minutos.
Se frotó los ojos y entonces se dió cuenta de que unas gotas de sudor perlaban su labio superior. Se mojó los dedos con ellas y los acercó más a la nariz. Allí estaba él, tenue, pero perfectamente reconocible. Entonces entendió que el trabajo había sido en vano. Él estaba dentro de ella, en su cuerpo, en sus células, en sus flujos, en su piel, en su corazón. Y no conocía remedio casero alguno para echarle de allí.

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