martes, 3 de febrero de 2004

El pasado sábado, mientras veía la Gala de entrega de los Premios Goya, se me encogió el corazón. Se mostraba una fotografía junto al nombre de todos y cada uno de los fallecidos en el año 2003, vinculados al mundo del cine. No sé cuál es el criterio para que aparezcan esas personas. Imagino que el hecho de haber estado alguna vez inscritos en la Acedemia. Cuando ví su foto y su nombre se me encogió el corazón.
Cuando le conocí era apenas un chaval de 17 años. Era tan guapo y simpático, bailaba muy bien y cantaba de maravilla. Todavía habrá por mi casa una cinta donde, con su gitarra, dejó algunas canciones. Nos fuimos de campamento y durante unos meses, los que yo duré, jugamos a la utopía de salvar el mundo, de impregnarlo de justicia, a base de canciones de Victor Jara, de Pablo Milanés, de manifiestos y Teología de la Liberación.
Vivía en mi barrio, así que nos veíamos a menudo. Siempre me soltaba su sonrisa feliz y un abrazo, mientras gritaba mi nombre a voz en grito en medio de la calle.
Un día me dijo que iba a intentar el asalto a Madrid, que había conocido a alguien del entorno de Pedro Almodovar. Me confesó su homosexualidad que yo acepté confundida, porque era uno de los chicos que más ligaba en el barrio, con chicas, claro.
Después le perdí de vista. Hasta hace un año. Le distinguí entre la muchedumbre. Me alegré de verle, pero cuando le miré más despacio mi estupor fue tan grande que no me atreví a acercarme a saludarle. Era un esqueleto andante, delgado, demacrado, pálido, muerto.... ya estaba muerto. Yo le sentencié.
Verle el sábado en la lista de fallecidos, en el fondo no me sorprendió. Pero desde entonces no dejo de arrepentirme de no haberle abrazado la última vez que le ví, de haberle matado antes de que su fin llegase. Aquel día me comporté como una intransigente racista, llena de prejuicios. Lo peor, lo más rechazable. Tendré que vivir con ello. Y tendré que vivir sin él. Cuánto voy a echarte de menos, Sergio.

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