sábado, 17 de julio de 2004

Aunque mi trabajo consiste en mediar, no es posible ejercerlo, convencer, hacer reflexionar a los demás, si no estás revestido de cierta autoridad. ¡Qué paradoja! Autoridad para mediar y componer. Pero no me refiero a la autoridad que se impone, la externa. Hablo de la que sale de uno, la que nace de la convicción de que lo que haces es justo y de que tú estás capacitada para hacerlo.
Mis amigos me lo habían dicho: "lo harás bien", me decían unos, "tú puedes hacerlo", me animaban otros, "nadie como tú podría hacerlo", hasta llegaron a decir los incondicionales.
La única que no me lo creía, que no pensaba así parecía ser yo.
Pero el otro día ví a esa chica mirándome a los ojos, confiando en mi, mientras yo le aseguraba que la apoyaría, que estaría con ella. Y me sentí bien, fuerte, segura. Y por primera vez irradié autoridad. Y los demás me escucharon, y empezaron a pensar que voy en serio, que, tal vez, a veces, la razón esté conmigo y yo lo sepa.
Empiezo a disfrutar con este trabajo.

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