jueves, 25 de noviembre de 2004

En ocasiones, es difícil mantener la cabeza fría y no dejarse llevar por el brillo de las bambalinas que te rodean. Crea cierta ansiedad, que hay que sobrellevar, tener que estar atenta para ver que no es oro todo lo que reluce. Cuando estás en ciertos sitios te crecen amigos por todas partes, gente que te dice que siempre te quiso, que siempre te tuvo en la mejor consideración, que te lo dicen ahora, pero que ya lo pensaban de antes. Eso halaga, pero hay que saber distinguir el polvo de la paja.
Mi problema es que soy demasiado ingenua, a veces, y como lo sé, me vuelvo, por reacción, demasiado desconfiada. Tengo que hacer ejercicios de mentalización para poner a cada uno en su sitio, ni muy arriba, ni muy abajo. Justa. Tengo que saber a quién me debo, con quién he firmado mis compromisos virtuales, esos que se basan en la confianza mutua, que se ratifican con una simple mirada mientras se toma un inocente café. Debo tener siempre claro que las relaciones, las de verdad, se basan en una inquebrantable lealtad, que no servilismo, que implica la capacidad para decir con franqueza cuándo se equivocan y por qué. Y, consecuentemente, saber que cuando te lo dicen a ti lo hacen por lo mismo, porque no quieren otra cosa para ti más que verte hacerlo bien.
A veces, en la vorágine de las tareas cotidianas es difícil mantener la cabeza fría. A veces es complicado saber hasta dónde puedes confiar. A veces es decepcionante ver que ese apoyo recibido es tan interesado, tan mercantil.

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