sábado, 19 de febrero de 2005

Olores
En mi casa huele a café recién hecho y a pan tostado, a aceite y a leche caliente. Mi salón huele a albahaca y menta, igual que mi cuarto de baño. Mi patio huele a hojas secas, frías y podridas, a retoños de rosal y olivo. Los miércoles, cuando llego a casa, me basta oler para saber si la encontraré lista y recogida. Esa noche, el salón huele a cera de madera y el resto tiene ese olor fresco, limpio, del amoniaco en los suelos. Mi cama olía anoche a sábana recién planchada, caliente y dulce. Mi frigorífico huele a lechugas tiernas, dulces y a frutas. Mi armario huele a suavizante de rosas y a cuero de zapatos limpios. La habitación donde escribo huele a calor, el de la estufa que me calienta los pies. Hasta mi basura huele a la piel de naranja de mis cenas. Cuando me levanto, abro las ventanas para que el aire de la madrugada entre y renueve los olores, los despierte. Después, cierro todo y dejo que la casa inicie su vida propia, esa que no presencio, porque ando siempre fuera. Por eso me gusta el fin de semana, porque miro a mi casa que se desarrolla, como una hija que me sorprende creciendo sin que yo esté, reviso mis plantas, a las que les salen retoños nuevos, hojas tiernas, hojas secas y huelo cada rincón, sin saber si me impregno yo de sus olores o dejo parte del mio aquí. ¿A qué huelo yo, entonces?

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