lunes, 23 de mayo de 2005

¿No habéis sentido alguna vez esa sensación de que gente, amigos que lo fueron de verdad, se han quedado tan atrás, tan lejos, tan fuera de vuestra vida que apenas los reconocéis?. Esa fue mi sensación el sábado. En el pequeño pueblo de mis vacaciones estivales se celebraba la primera comunión de los niños de nueve años. Una sola para todos, así que acude todo el pueblo. Todo el pueblo, como siempre. Es curioso mi pueblo, ese pequeño donde se criaron mis padres y abuelos. Tan religioso y cumplidor, las más veces por el que dirán; rígido en las costumbres y el más laxo que conozco en los asuntos de bajo vientre, que se comentan en el mercado y en las tiendas como de lo más normal. Curioso mi pueblo.
El sábado, en una ceremonia que duró casi dos horas, me encontré con que los padres y las madres de los niños protagonistas eran los de mi pandilla de adolescente, la primera, esa con la que empecé a llegar tarde a casa, con la que recorríamos ferias de la comarca, los que nos bañábamos en albercas por la noche, nos tomamos las primeras copas y sufimos las primeras borracheras, los primeros amores y los primeros desengaños, también las primeras risas. Sus hijos ya tienen nueve años y yo los sentí tan lejos. Me dió cierta nostalgia, supongo que por el tiempo pasado, que no fue mejor, no necesariamente, pero fue sincero, divertido, más limpio y, sobre todo, más sencillo.

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