sábado, 22 de abril de 2006

Ayer oía al radiante premio Cervantes de este año hablar de su apasionamiento infantil por las lecturas de Julio Verne. No tengo yo recuerdos de esos. Para mi leer era lo normal y lo hacía sin trascendencia. Pero aún conservo y releo el primer libro que, conscientemente, compré, que deseé tener y devorar.
Fue en 1982 que, hojeando el manual de lengua, me encontré con un párrafo que me subyugó, que me enamoró perdidamente. Hablaba del despertar desolado de un pueblo misterioso después de un aguacero que había durado cuatro años, once meses y dos días. "Un viernes a las dos de la tarde se alumbró el mundo con un sol bobo, bermejo y áspero como de polvo de ladrillo, y casi tan fresco como el agua, y no vovió a llover en diez años". Describía, a continuación, la imagen de un coche cubierto de trinitarias, donde quedaba un guante, único rasgo húmano que se encontró el narrador en aquél desastre que era aquella ciudad tras la lluvia.
No era, ni mucho menos, la mejor parte del libro. La historia de una saga fantástica en la que las mujeres son mágicas, fuertes y sabias y los hombres son tozudos, inconstantes, débiles y terriblemente solitarios. Los Buendía.
Desde entonces, ese libro está siempre en la cabecera de mi cama en todas y cada una de las casas que he habitado. Los cantos amarillos, pero bien conservado. Me abrió un mundo que, como después he confirmado, es real, a la vez que imposible.

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