jueves, 17 de agosto de 2006



Este es el pueblo de mis antepasados. Yo lo llamo mi pueblo, aunque no nací aquí. Pero lo siento mío, porque desde que tengo uso de razón paso temporadas más o menos largas aquí. Aquí me enamoré por primera vez, aquí he pasado las nocheviejas más divertidas y las más tristes, aquí me reuno con mi familia, la que quiero ver y la que no. En este pueblo tuve mi primera pandilla, mis primeras borracheras, mis primeros cines, mis primeros colegas, mis primeros tacones, el primer carmin, el primer baile en la discoteca. Aquí aprendí a distinguir olores, gratos y no, aprendí a saber qué es un olivo, un melocotonero, un ciruelo, una espiga de trigo y una de cebada. Aprendí a saber distinguir un burro de un mulo, una cabra de una oveja, una vaca alemana de una suiza. Aquí aprendí a saborear el pan de verdad, la leche recién ordeñada, la nata natural, el aceite puro, el tomate sin fosfatos, el pepino recién cortado, la judía verde, el garbanzo y la alubia. Aquí aprendí cómo se cocina un cochifrito, cómo se hace un pisto, cómo se guisa una boronía y cómo se preparan unas migas el día de la matanza.
Este es mi pueblo, el lugar donde me acuerdo de cómo soy, quién soy y de dónde vengo. Una familia de jornaleros que, aún hoy, hablan del amo para referirse al dueño de las tierras. Una familia pobre y maltratada por la vida que sigue hablando de usted a los ricos, ya venidos a menos, a mucho menos; que sigue sintiéndose inferior, porque lo lleva en la sangre, incrustado.
Paso, de nuevo, unos días en mi pueblo. Lo analizo a fondo cuando veo a sus gentes, cuando paseo por sus calles, cuando lo miro desde la distancia, como la de esa foto. Momentos buenos, momentos malos y otros que ni fú ni fá. Pero toda una vida en estas calles, en estos campos.

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