martes, 22 de abril de 2008

La prueba de la cerradura. De ella me hablaba Eduardo, sentados ambos delante de un café gigantesco, en una de esas franquicias que decoran igual cada uno de sus locales, en Londres, en el barrio del Soho, mientras veíamos caer la tarde gris y casi lluviosa.
La prueba de la cerradura consiste en determniar lo que sientes por alguien por tu reacción cuando suena la puerta y sabes que él/ella llega. Si piensas "qué fastidio, ya está aquí, con lo bien que yo estaba solito/a", malo. Sin embargo, si te asalta la alegría cuando la cerradura gira, buena señal.
¿Y qué ocurre cuando no se convive, cuando las cerraduras no existen? Pues una/o se abstrae e imagina el sentimiento.
Hablé mucho esa tarde y él me escuchó. Y le dió forma a lo que yo le decía que sentía. Cuando acabamos ese café de litro y medio, servido en vaso de papel, sin sabor, sin cuerpo, sin olor, sin nada, todo parecía estar más claro.
De lo que no hablamos Eduardo y yo es de las cerraduras que él/ella echan a su puerta de acceso al mundo. Ese encerrarse en sí mismo/a y, conscientemente, enrocarse y no dejarse ver. Aislarse de todos. Ante esas cerraduras no hay prueba que valga.
Sí valió anoche, cuando sola en casa, tumbada en mi sofá, leyendo, la cerradura giró y yo supe que mi okupa particular llegaba a casa. Me fastidió la velada, qué le vamos a hacer. La prueba dió negativo.

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