viernes, 30 de mayo de 2003

Ayer un señor al que acababa de conocer en la marabunta de la feria me dijo que tengo cara de buena persona. Es un efecto habitual que causo en la gente. Les caigo bien a primera vista, generalmente. A mi me encanta eso, debo confesarlo, aunque a veces no lo entiendo. Sé que cuando despliego mi sonrisa las barreras de mis interlocutores caen. A veces pienso que con ese poder que tengo entre los labios podría dedicarme a timar al personal, sacarles los cuartos, vivir del cuento, estafar y mentir. Sin embargo, debo confesar que cuando sonrío, la alegria me sale del corazón, que mis sonrisas son, la mayoría de las veces, tan verdad que me resultaría imposible hacer daño a nadie con ellas, al menos conscientemente. Esa convicción es la que me permite no perder el sueño por las noches. Cuando me meto en la cama, hago recuento y, con mi conciencia tranquila, cierro los ojos. A lo mejor es que ese señor tenía razón y soy buena persona. Me alegro por mi.

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