lunes, 23 de junio de 2003

Él es muy alto y delgado. Da abrazos dulces, como de papá oso. Cuando separa su boca de la mía, me aparta el pelo de la cara, me acaricia y vuelve a besarme despacio, dulce, hermoso. Salimos a las calles mojadas por el rocío, donde empieza a clarear y paseamos cogidos de la mano. De vez en cuando se detiene, me mira, me sonríe y vuelve a besarme. Me gusta. Me siento bien.
Hay el suficiente alcohol en nuestras venas para desinhibirnos y sentirnos cómodos en la trasgresión. Porque él y yo somos amigos, buenos amigos.
Al día siguiente, basta con mirarnos despacio a los ojos para saber que la magia ha desaparecido. Que la realidad se impone. Que, efectivamente, él y yo somos amigos.
La esperanza es que, tal vez, algún día, pronto, vuelva a producirse el milagro, de nuevo, por un rato. Tal vez, incluso, para siempre, ¿por qué no?.

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