viernes, 5 de septiembre de 2003

"Mientes tan rico que dan ganas de creerte".
Sé que él sólo quiere de mi unas caricias, pero no me importa. Me gusta. Me gustan sus ojos color miel (no, comadre, no son "aguarapaos", son miel), su pelo negro, su boca jugosa, la forma en que me mira, cómo me dice "mi niña" y me sonríe, y, cómo no, el romanticismo que embarga la idea de pertenecer a un pueblo sin tierra, que lucha desde hace años por tener un Estado.
Por eso, cuando anoche me dijo que, incomprensiblemente, estaba siendo bueno, sin entender por qué, le dije que sus mentiras eran tan bonitas que merecían ser creidas. Porque, por supuesto, lo que más me atrae de él es su fama de pendenciero, sinvergüenza, canalla y gamberro.
La suerte está echada. Me pegaré a los noticieros para saber cómo va la "hoja de ruta", qué ocurre en la fanja de Gaza y cuáles son los proximos movimientos políticos de la zona; me estudiaré la historia de su pueblo a fondo; incluso, haré mis incursiones en el Corán, a pesar de que él no se lo ha leído nunca.
Y es que las mujeres somos como somos. Nos afanamos por entrar en sus vidad y conocer hasta el nombre de los amigos de la escuela elemental, cuál es su plato favorito y cómo le gusta que le preparen el té.
Unas huríes, vamos.

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