miércoles, 20 de abril de 2005

Hoy cumple años mi abuela. Ochenta y seís. Es, probablemente, la persona que más ternura y amor me despierta. Sin ningún problema la abrazo cuando la veo, la beso, la achucho y ella, divertida, se deja. Es pequeñita y coqueta y, a pesar de sus años, una de las personas más fuertes que conozco. Casi me da pena reconocerlo, pero hace un tiempo que empiezo a prepararme para recibir la llamada con el anuncio fatal de que ya no está. Y cuando la veo moverse, agacharse, incluso echar a correr porque llega tarde a algún sitio donde no es imprescindible ni importante que ella esté, pienso que esa llamada no llegará. Mucha vida en tan pequeño cuerpo y mucho sufrimiento y dolor. Años muy difíciles en esa Andalucía rural, pobre de solemnidad, donde se trabajaba para el señorito, como un siervo. Sus historias de chica de servicio, cuando con nueve años, con sus primeros zapatos, entró a trabajar para cuidar a los hijos de los ricos del pueblo. Lo peor de todas esas historias es que esas circunstancias consiguieron lo que buscaban, que ella se sintiese inferior. Inferior, primero a un padre, luego a un señor, luego a un marido. Perra vida de la que ella saca en consecuencia la felicidad de sus tres hijos y de sus nietos. Pendiente de todos, de cada resfriado, de cada dolor, de cada examen, de cada entrevista de trabajo. Presumiendo de todos con los vecinos, a los que enseña las fotos del triunfo, aunque nos enfademos con ella por hacerlo. Discusiones por su religiosidad básica, cateta, apegada al rezo perenne. El otro día me dijo que sentía que yo fuese una descreída, porque ella quería que yo leyese las lecturas en su entierro, yo, su nieta mayor. Le prometí que lo haría y que ese día vestiría de negro. Pero le dije que lo haría, no por luto, sino porque ese sería el color de mi alma, de mi ánimo y de mi semblante el día que ella muera. La llamaré dentro de un rato. Me contará cómo se desarrollan los continuos reality shows que se ponen en televisión, me contará sus dolores, sus preocupaciones y yo intentaré hacerla reir y le prometeré el beso y el abrazo más fuerte, ese que le daré el sábado cuando la vea.

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