martes, 14 de junio de 2005

Que no te quieran es siempre malo y doloroso. Se te queda como una espina clavada que no te deja respirar. Ser consciente de que, por mucho que hagas, por mucho que digas, no van a cambiar de opinión sobre ti te provoca impotencia y desesperación. Ante esto, las personas reaccionamos de formas distintas. Unas, se embargan de dignidad y prefieren dejar una milésima de segundo antes de que te dejen. Otras se hunden en el vacío y se dejan llevar por ese sentimiento autodestructivo que provoca el desprecio, por ese complejo de inferioridad que te deja quien te deja. Otros, en fin, necesitan tiempo para asumir el rechazo y por eso titubean entre el desprecio, el sarcasmo, el dolor, la broma irónica y la tristeza. Dependiendo del día, el rechazo les parece un alivio al fin, porque les libera del compromiso, o una traición imperdonable. A veces, incluso, pierden la dignidad y piden unas migajas del cariño, un sitio discreto, decorativo, a modo de florero, en la vida del que te deja. Y en esos momentos, los que les rodean sienten lástima ante tanto dolor como demuestran. Ojalá yo tuviera el bálsamo y las palabras que necesitan en esos momentos, pero no las tengo, porque, tal vez, no sea yo quien deba darle árnica.

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