domingo, 17 de julio de 2005

Siempre he presumido de mi familia. Grande, unida, una especie de tribu que se moviliza ante lo bueno, siempre, con alegría. Por eso me encantan las fiestas familaires, cualquiera de ellas. Tíos y primos que no veo desde hace años, nos abrazamos, nos reímos y baliamos, al son que sea, da igual. También nos apiñábamos en lo malo con la misma pasión. Hace unos años, uno de mis tios sufrió un infrato en mi ciudad, estando de vacaciones, y a las puertas de la UCI, todos hacíamos guardia para poder entrar a verle, detrás de un cristal, las dos veces al día que nos lo permitian. ¡Y qué decir de los fallecimientos!. Allí estamos todos, sufriendo la pérdida, la marcha del ser querido, porque así son todos, queridos. Todos distintos, todos de distintos ambientes, pero todos con la misma sangre que nos une, a pesar de que uno sea taxista, otra dependienta, otra ama de casa, varias universitarias, otros obreros, junto a otros altos ejecutivos de empresa.
Por eso no puedo evitar ahora la sensación de que esto se desmembra, se hunde, se separa de manera ineludible. Varios flancos abiertos, hermanos que no se hablan, primos que no nos vemos, hijos que se han peleado. Igual es lo normal, teniendo en cuenta que somos tantos y tan distintos, pero me da tanta pena, que no se me quita el nudo del corazón. Unas rupturas -temporales, espero- me tocan más cerca, otras están lejos, pero todas me duelen. Y percibir que la tribu, el clan familiar, se descompone me produce una gran inseguridad. Inseguridad en los afectos, en los nudos ineludibles que nos hacen entender el mundo de la misma manera y saber que nos tenemos unos a otros, que basta una mirada para saber qué decimos, qué pensamos, qué sentimos. Y no me gusta esa sensación.

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