domingo, 7 de agosto de 2005



Clase de Historia del Arte. Cinco de la tarde. El aula llena de chicas de unos 16 años, hormonalmente activas. El profesor incia el pase de diapositivas. Un kouro griego. Una risita nerviosa se desplaza por la habitación. El profesor nos riñe. No va a permitir bromas con el arte, sobre todo porque a partir de ese momento va a verse mucho desnudo en la clase. A callar y a mirar con ojo científico.

Veinte años después. Playa de Baría, Vera, Almería. Las parejas, junto a sus hijos, abuelos, tios y primos toman el sol desnudos. Pasean arriba y abajo de la playa. Bajo la sombrilla recuerdo aquella tarde en la que el primer desnudo nos llamó tanto la atención. Ahora vuelvo a mirar con interés científico. "No hay dos cuerpos iguales", dice mi madre. Así es, el cuerpo humano en su plenitud. Mostrado al completo. Sin igual.

Curiosamente, en esa zona nebulosa, donde lo textil se mezcla sin problema con lo naturista, los que asisten al espectáculo de la naturaleza con más desinteres, con más normalidad, son los niños, que juegan en la arena, sin desviar ni un segundo la tención de sus cubos y palas. Lástima que llegará un momento en que, como dice el Génesis que les pasó a Adán y Eva, sean conscientes de sus cuerpos desnudos. Ojalá entonces asuman al ser humano igual que ahora, en plenitud, con tolerancia, con naturalidad.

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