martes, 9 de agosto de 2005

Salgo a andar cada mañana, temprano, antes de que el sol se desperece y caiga como plomo sobre la ciudad. Me levanto, me lavo la cara, me pongo ropa fresca y calzado cómodo, me parapeto en mis gafas de sol y salgo a las calles de mi barrio, que hace tanto que no paseo. Me impongo un paso rítmico y constante, rápido, y me dirijo a las grandes avenidas, cambiando de aceras, buscando la sombra de los edificios. Cómo ha cambiado mi barrio. Hace tanto que no lo paseaba que casi no lo reconozco en algunos lugares. Voy mirando alrededor buscando la vieja casa, la tienda, el bar, que ya no están o tienen un cartel de "se vende" en sus ventanas. Camino por los jardines, nuevos, recién estrenados, y me voy cruzando con gente que hace lo mismo que yo. Se nos reconoce fácilmente. Todos vamos en ropa cómoda y con esa prisa de quién no va a ningún sitio.
Me cruzo, a veces, con alguién a quien conozco o conocí en sus tiempos, un vecino, el familiar de un amigo. Pero me atrinchero en mis gafas de sol y, como el avestruz, pienso que si yo no lo miro, él no me ve. Tal vez no sea necesario. Igual no me reconocen, pienso, sin darme cuenta que si yo les he reconocido a ellos, por qué no van a reconocerme ellos a mi.
A veces, me alejo un poco de mi casa y me voy por esa zona residencial, fresca, llena de jardines y casa grandes. Algunas son nuevas, impolutas. Otras son las de siempre, llenas de desconchones en la cal y de manchas de lluvia en los aleros de los tejados.
Después de un rato, una hora aproximadamente, vuelvo a casa, al refugio. Cuando el sol toma la ciudad y la convierte en un horno, yo ya estoy refugiada en la penunbra de mi casa, frente a un libro o intentando trabajar. Así hasta la mañana siguiente cuando vuelvo a salir a la calle a recordar cómo era mi barrio y sus gentes hace once años, el tiempo que llevo fuera de su vida.

No hay comentarios:

free web counter