domingo, 4 de septiembre de 2005

La hospitalidad. Ese maldito sentimiento anclado en los genes, en el ADN, que te impulsa a admitir a gente en casa, darles tu comida, tu sillón, tu cama, si es necesario. Que te obliga a dejar el mejor bocado, el mejor sitio para desayunar, el mejor plato de la casa al visitante, ya sea uno que pasaba por ahí o tu mejor amigo.
Maldita costumbre, ancestral, árabe, que te ata a la palabra dada, pero que te obliga a aparetar los dientes y soportar la invasión, bárbara en todos los sentidos, y armarte de paciencia.
Como dice el dicho, las visitas, a los tres días, huelen, como el pescado. Paciencia, Gwnedolin, si has soportado una semana, puedes hacerlo dos días más.

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