viernes, 2 de septiembre de 2005

Una admira a los grandes sabios, aquellos que han dejado su huella intelectual en nuestra mente y nos han inculcado, de palabra o de obra, los principios que informan nuestra labor cotidiana. Son nuestro reflejo y nuestro modelo a seguir, a los que queremos parecernos, siquiera un poco.
Tener ese manuscrito en mis manos, con la letra inclinada hacia la derecha, el perfecto encuadre del texto en las marcas del folio, aunque algo inclinadas de derecha a izquierda, tocar la textura de la pluma, la tinta negra, me emocionó. Los folios escritos a máquina y corregidos a mano por el sabio me produjeron admiración, como quien mira una reliquia.
Esa admiración se torna tristeza cuando ves el declive del maestro, notas su voz y sus manos temblorosas, le ves titubear, vacilar, contestar a tus preguntas sin sentido, sin cohesión, abrumado y pequeño. Hoy he tenido esa amarga experiencia y no me ha gustado. Va a ser verdad que los genios deben morir jóvenes.

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