martes, 4 de octubre de 2005

Me acerqué a despedirme de él, como hago siempre. Porque es el jefe y hay que ser educada, pero, además, porque me divierte la escenificación que invariablemente se produce en ese momento. Ayer, me cogió la mano, la apretó y se la llevó a los labios, me miró con ojos de cordero degollado, esa mirada que mezcla una especie de deseo y pena, que siempre me da risa. Le miré con cariño, le guiñé un ojo y le sonreí. Por fin, él soltó la mano y yo me volví, sabiendo que seguía mirando. A él debe gustarle también la pantomima, porque hacía pocas horas que nos habíamos quedado solos, paseando por las calles de Madrid y se dedicó a hablarme de su trabajo, de sus aspiraciones, de sus aficiones, pero ni una palabra de nuestro juego. Eso me alivia, por qué negarlo. Sigamos jugando, marcando límites. A mi me resulta divertido. Y es solo eso, un juego divertido.

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