miércoles, 5 de octubre de 2005

Cuando le agradecí el regalo del libro, me auguró llanto. Así que como ayer quería llorar, lo abrí en cuanto pude. Me senté en el vagón del metro y empecé a leer, seguí leyendo mientras subía los tres tramos interminables de escaleras mecánicas y no paré de leer por la calle, debilmente iluminada, mientras aprovechaba la luz de neón que escapaba por los escaparates. Crucé la calle mientras leía, mirando de reojo las luces del semáforo y entonces empecé a llorar. Quería rendir un homenaje húmedo a mis muertos. No a los físicos, a los seres humanos que me han dejado. No, quería llorar por ilusiones, confianzas, sueños, lealtades e inocencias. Por sacrificios, tensiones, amores ciegos y paciencias. Por trabajos, esfuerzos, compromisos y despedidas. No había sido un día alegre, había sido tenso, completo, intenso y decepcionante. Por días como este necesitaba yo llorar. Catarsis, limpieza, depuración. Al día siguiente, tal vez, otra vez la sonrisa, enmarcada en unos ojos del corazón hinchados por el llanto. Tal vez.

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