martes, 18 de octubre de 2005

No mucha gente es capaz de provocar en mi la sensaciones que anoche surgieron mientras oía a Saramago. Son esas palabras simples -qué bien habla español este señor, a pesar de su acento portugués-, lógicas, que se convierten en eso que tú siempre has pensado, pero que no sabías cómo expresar. De pronto, adquieren forma, se conjugan con un verbo, un sujeto, un predicado y pasan a formar parte de lo que tú piensas y defiendes. Sólo me ha pasado con otro personaje, denostado a veces, tachado de lunático, utópico y loco, pero que puso en su boca todos y cada uno de los principios que defiendo, por lo que lucho, en los que creo y a los que, sin embargo, no voto, porque ya no están en el programa, programa, programa.
Lo mejor de la charla de ayer es que deja poso. No me impresionó anoche, pero esta mañana, sin querer, me he visto repitiendo una a una sus ideas delante de mis alumnos, que me miraban medio asombrados, medio fascinados. Alguno de ellos, pocos, la verdad, incluso asentía cuando yo iba desgranando su pensamiento y adaptándolo, sin esfuerzo, a la materia de mi clase de hoy.
Embrujada por Saramago. Una más, imagino.

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