jueves, 29 de marzo de 2007

Las estaciones han ido pasando. He hecho el camino al revés: Atocha, Asamblea de Madrid, Pozo, Vallecas, Santa Eugenia... He mirado a mi alrededor. La gente hablaba por teléfono o ecuchaba su reproductor de mp3 o leía un ejemplar de ese periódico gratuito o, simplemente, miraba por la ventana la puesta de sol. Pensé en cómo se habrían sentido los viajeros hace algo más de tres años, cómo alguién debió pensar que aquel chico se dejaba la bolsa bajo el asiento, luego la explosión y el desastre. Nunca he sido muy consciente de cómo fue. A pesar de pasar horas mirando la tele, no he podido imaginar lo que debió ser la masacre de cuerpos destrozados, no he podido. Me he ido poniendo triste, muy triste. Y ya en el taxi, saliendo de la estación, he pensado que pensar en 190 desconocidos me estaba predisponiendo para lo que me esperaba. Cuando me ha dejado a la puerta del tanatorio he empezado a ver a familiares, mis tios, su madre, he entrado en la sala y he buscado a su mujer y a su hija, mientras he ido besando a primos y tios a los que hace tanto tiempo que no he visto. Me indicaban el lugar al que no quería ir, esa ventana detrás de cuyo cristal estaba él...lo que quedaba de él. Allí he abrazado a su mujer, a su hermano, a su hija. Y sin poder evitarlo le he visto. ¿Qué se puede esperar de un hombre de apenas 42 años muerto corroido por la gangrena, esa que obligó a los médicos a cortarle las piernas y que, definitivamente, agarrada a sus entrañas, había acabado con su vida? Hubiese preferido recordarle alegre, en su silla de ruedas, con una copa en la mano, como la última vez, bailando mientras giraba sobre la silla, fumando, sonriendo, gastando bromas. Pero, por un rato, quedó suspendido en mi retina su perfil de cera, demacrado, la nariz fina, los labios mustios. Fue fácil llorar ahí. Ya no me acordaba del tren. Pero aún quedaba lo peor, el momento más duro y, a la vez, más edificante: cuando sus compañeros del equipo de baloncesto en silla de ruedas han llegado, con sus muletas, con sus prótesis, y le han dado a la viuda una camiseta con su foto -por fin, su imagen y no su cadaver- y la firma de todos bajo la leyenda "Por siempre Juan Carlos".
Carlos -nosotros le llamábamos Carlos- era una buena persona y ha muerto después de sufrir tanto. Era mi primo, pero sobre todo era buen amigo, simpático, entrañable, cariñoso. No le conocía mucho, pero le quería. Cuando nos despedíamos de su mujer, ella le decía a mi prima: "Es que tu primo era muy buena gente, muy buena gente, por eso tenía tantos amigos". Sí, era muy buena gente.
(No he vuelto a pensar en el tren, no he vuelto en el tren, no dejo de pensar en Carlos y en que ya no está)

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