miércoles, 21 de mayo de 2003

J es joven. Habla mucho, ríe mucho, se divierte mucho. J me manda mensajes al móvil y no sé si los escribe así porque utiliza el lenguaje de los jóvenes para abreviar y decir mucho en 160 caracteres, o porque escribe con faltas de ortografía. Me temo que un poco de cada. J siempre quiere llevarme a lo oscuro, en su coche, en su casa; siempre quiere tocarme y me hace el amor con fuerza, con la fuerza de sus pocos años.
R es mayor. Sus silencios, largos, densos, me desasosiegan. R escribe poco, pero cuando lo hace, igual que cuando habla, cuida mucho el lenguaje. En los mensajes al móvil, por ejemplo, incluye todos los acentos, hasta los que no permite el texto. Cuando habla, R trata de ser preciso, tal vez porque el español no es su lengua madre. No sé si R quiere estar conmigo en lo oscuro. Él se limita a mirarme, a recorrerme con la mirada, unas veces frente a mi; otras detrás, cuando se queda algo rezagado, para ver mi espalda. R tiene miedo a lo nuevo, al riesgo. J no; J es arrojado e impetuoso.
Tal vez J y R no sean tan distintos. Tal vez uno sea el antes y otro el después. Tal vez J lo vea todo por delante y R tenga miedo a no tener tiempo a recuperarse si la aventura termina en derrota.
Yo amo a R todavía y ver cómo me mira me produce una ternura que no despierta J. A pesar de que sus manos sólo me han tocado profesionalmente, me gustan más que las de J.
Ni J ni R caben en mi vida, al fin y al cabo.

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