miércoles, 19 de enero de 2005

I. ¿Dónde termina el derecho a la individualidad y empieza el de la colectividad?. Eso me preguntó ayer un compañero de trabajo. Y mi respuesta fue simple: desde el momento en que te comprometes con un grupo, tus intereses personales decaen frente a los que defiende esa colectividad. Yo lo tengo así de claro. Por respeto a los demás, esencialmente. Por evitar que otros tengan que cubrir los flancos que tú dejas sin abarcar. Cuando te comprometes a algo, la vergüenza torera te debe impedir dejar de cumplir.
Estoy muy cansada de tener que dar explicaciones sobre el trabajo -o la falta de trabajo- de mis compañeros de andadura. Es bonito trabajar en equipo, cuando todos tenemos claro el fin y la importancia del mismo. Pero la desidia de algunos te lleva a apuntarte al carro, como un vulgar parásito. Y aunque al principio cuesta, acabas acostumbrándote a una simple farena de aliño. Y eso me disgusta enormemente.

II. Por fin la Iglesia Católica aprueba el uso del preservativo. A decir verdad, me importa tanto su declaración como la que podría haber hecho, en ese o en otro sentido, el Consejo de Administración del BBVA, por ejemplo. En el fondo, si analizo la situación, entendería una rebelión por parte de los convencidos de la causa religiosa. Si la unión sexual sólo puede tener por finalidad la procreación, utilizar métodos barrera es absolutamente contradictorio. Pero me parece bien que lo haya dicho, porque las enfermedades sexuales son un problema de salud pública general y una no sabe si anda por ahí con católicos practicantes o no.
De todos modos, si hacemos caso a las encuentas publicadas, el producto que ofrecen los obispos de hoy en día tiene poca clientela. Tal vez deberían cambiar la estrategia de marketing y no preocuparse tanto de con quién y cómo duermen, sino de cómo se comportan en sociedad.

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