jueves, 31 de marzo de 2005

Me conquistó por su exotismo, claro. Me encandilaron sus grandes ojos color miel, su tez morena, aceituna, su pelo negro, recio y brillante, su boca -¿alguna vez os he hablado de su boca, hermosa, llena, dulce?-. Pero sobre todo me hipnotizó su pasado, su nacimiento en Palestina, Gaza, su exilio, después de la guerra a Alejandría, su traslado a Libia, su viaje a Madrid, su destino inexorable hacia el sur. Me consiguió para siempre cuando sus labios, desde el otro lado de la habitación, dibujaron la frase que yo contesté con una sonrisa tímida: "Estás para comerte". Nuestra relación fue tumultuosa, a trompicones, idas y venidas, luchas intestinas. A pesar de conocer su problema, su grave problema, no lo analicé entonces, porque la batalla en aquel momento era afianzarse en su vida. Esa batalla se perdió inexorablemente. Y la otra, la de luchar por sacarlo de sus vicios, esos que le matarán sin duda, también. Porque no tiene aspiraciones, no tiene ambiciones, no tiene futuro, ni lo desea. Vive al día, metiéndose por la nariz ese gusano blanco que le resta vida. A veces le grito que no se quiere a si mismo, que se destruye a sabiendas. A veces, le imploro que lo haga por los que le queremos, por los que sufriríamos por su marcha. En esos momentos me sonríe, de nuevo, con sus grandes ojos color miel, su tez morena, aceituna, desde esa boca jugosa y dulce, y vuelve a conquistarme.

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