jueves, 21 de abril de 2005

Se llama Jesús. Nació en esa posguerra cruel, dura, hambrienta, pobre, pero desde pequeño se buscó la vida. Siempre fue raro, demasiado amanerado, demasiado primoroso, cuidadoso con su aspecto, afeminado. Joven, muy joven, se fue a Barcelona y allí ha vivido estos cincuenta años. Es cariñoso, tierno y divertido. Oir sus historias de la miseria sufrida con esa gracia de los maricas es uno de los mejores momentos que puedes pasar con él. Siempre alegre, siempre vivo. Por eso, cuando el otro día quiso hablar conmigo y entre lágrimas me reconoció su amor por él y su desamparo ante la incomprensión de su familia, me quedé paralizada y no sé si reaccioné bien. El tema de su vida y de sus "amigos" siempre ha sido tabú en la familia, a pesar de la evidencia. Me contó su historia de amor, que ya duraba veinte años, con ese hombre, encantador, educado, divertido, guapo, que hace de caballero cuando me llevan a cenar. Y me contó su miedo a dejarle sólo, sin nada, porque no sabe cómo hacer para evitar que su familia se quede con el fruto de su duro trabajo cuando él desaparezca. Hoy, a partir de las once de la mañana se le abre una puerta de esperanza. Los gananciales le salvarán de su congoja y temores. Le llamaré hoy y le diré que se case, que yo seré la madrina, que les abrazaré y les desearé que sean los más felices, como hasta ahora, y que les envidio por amarse tanto y tan bonito. Sí, hoy llamaré a mi tío Jesús, el de Barcelona.

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